Violetas para Valentina
Valentina amaba las moras.
Aquella mañana, se levantó temprano y
recorrió el pueblo con la cesta colgada del brazo, el canto de los pajarillos
que acababan de despertarse y una sonrisa que jamás borraba del rostro.
Ir a moras no era tarea fácil, pero
para cuando el fresco ni se olía y el calor rascaba su espalda, Valentina ya
tenía la cesta llenita de moras. De camino a casa, fue dando los buenos días a
sus vecinos con orgullo, las manos arañadas y los brazos sangrantes.
—¿Con quién te peleaste esta vez,
Valentina? —le preguntaban los vecinos sorprendidos al verla de esa guisa, con
su vestido favorito manchado de tierra, el pelo despeinado y tantos cortes en
las manos.
—¡Vengo de ir a moras! —contestaba
riendo, inclinando la cesta para mostrar las hermosas moras negras.
Cuando llegó a casa, una pequeña
cabaña con el techo de paja y un precioso jardín de florecillas silvestres que
le había regalado la primavera, dejó la cesta sobre la mesa de roble y se puso
el mandil para recoger la cocina.
Antes que nada, encendió la chimenea.
Luego lavó sus heridas en el barreño del que disponía para asearse, con agua y
jabón. Secó los brazos con una toalla raída y volvió a la cocina para colocar en
los estantes los encurtidos que tenía sobre la vieja encimera, dejando espacio
suficiente para poder preparar su famosísima tarta de moras.
Recogió su pelo negro con un pañuelo,
batió un huevo, echó la harina en un cuenco, después la mantequilla, y comenzó
a juntarlo todo con ayuda de un tenedor. Normalmente lo hacía con las manos,
¡pero la sangre de sus heridas no formaba parte de la receta!
—Así, así, muy bien, requetebién… —se
animaba ella misma canturreando mientras aplastaba la mantequilla con
movimientos circulares para juntarla con el huevo y la harina.
La brisa de la mañana entraba por la
ventana y acunaba los incontables ramos de flores secas que colgaban del techo,
tan bajo que parecía hecho a medida para Valentina. El fuego chisporroteaba en
la chimenea y el arrullo de las torcazas acompañaban sus canturreos.
Dejó el cuenco a un lado, bajo la
ventana, y la brisa acarició sus hermosas mejillas.
Pero ¿cuándo abrió la ventana?
Oh, Valentina, ¡qué cabeza la tuya!
Cruzó la cocina hacia la mesa de
roble, hacia la cesta de moras, pero antes colocó mejor los narcisos que
decoraban la mesa, unos que había puesto con agua en su preciado jarrón de
cristal el día anterior. Se los habían regalado y todavía tenía que decidir si
los añadiría a la colección que colgaba del techo.
Valentina cogió el jarrón con
cuidado, con los sentidos rebosantes de cariño y ternura, y repitió en voz
bajita las palabras del hijo mayor de la panadera, entregándolas al aire:
—Me recordaron a ti porque también
eres muy bonita…
Aporrearon la puerta una, dos, tres y
cuatro veces, pon, pon, pon, pon, y a Valentina se le resbaló el jarrón de las
manos, estampándose contra el suelo.
—¡Oh, no! —las flores estaban
empapadas y el jarrón hecho pedazos.
Siguieron golpeando con impaciencia
la puerta, pon, pon, pon, pon, pero Valentina se agachó para recoger los
cristales a toda prisa antes de abrir.
—¿Quién es? —gritó de rodillas,
debajo de la mesa.
—Traigo unas flores —dijo un
mensajero al otro lado.
—¿Flores? —se preguntó Valentina
recogiendo los últimos trozos, los más pequeños.
Fue tan descuidada, quiso recogerlos
tan rápido, que acabó clavándose un cristal en la punta del dedo de señalar.
Maldijo en voz baja y chupó el hilillo de sangre que resbaló por el dedo
después de dejar los cristales sobre la mesa, junto a los narcisos.
—Son un regalo… para Valentina, ¿es
usted Valentina?
—¡Sí, soy yo! ¡Ya voy, ya voy! —se
colocó el mandil, alisándose el gran bolsillo de tela que colgaba de él, apretó
el pañuelo de su recogido y abrió la puerta de la cabaña. Una ligera corriente
agitó las llamas del fuego que bailaba en la chimenea.
Valentina supuso que el pobre
mensajero se encontraba tras aquel gigantesco ramo de violetas. El olor que
desprendían era abrumador, casi tangible, dulce como el vino. Veneno para los
sentidos.
—Son preciosas —lo cogió y rio nerviosa
al notar lo pesado que era.
—Sí, son muy bonitas —dijo el
mensajero colocándose la gorra. El sudor que rezumaba por los poros regaba su
frente, brillante por la luz del sol que mordía su cara enjuta, de mejillas
huecas, tan sucia que parecía haber venido besando la tierra de los caminos.
A Valentina le dio lástima, vestía un
uniforme andrajoso que le sobraba por todos lados. El mensajero era un saco de
huesos. Evitó mirarle a la cara buscando una carta entre los tantísimos pétalos
violetas que tenía ante los ojos.
—¿Quién las envía? ¿Tiene usted la
carta? —preguntó.
—¿La carta?
Valentina asomó por detrás del montón
de flores.
—La carta donde ha leído mi nombre.
Aunque ya sé de parte de quién vienen —sonrió al recordar al hijo de la
panadera—, no tenía por qué…
—No hay ninguna carta. Las he traído
yo.
Valentina alzó la vista y tropezó con
sus ojos, lodazales marrones que la observaban con inquietante ternura.
¿Cómo sabía aquel hombre su nom…?
—Son muy bonitas, ¿verdad? ¿Le
gustan? —El mensajero se quitó la gorra y sonrió, una sonrisa negra y amarilla
en la que los dientes pendían de un hilo. Tenía la cabeza infestada de moho en
lugar de pelo—. ¿Huelen bien?
—Sí, huelen muy bien, son muy
bonitas, muchas gracias… —Valentina dio un paso atrás y se chocó contra la
puerta sin querer, se había cerrado sola tras ella.
El mensajero se acercó y olió las
flores con la calma con la que pasean las nubes, tranquilo como el fuego que
bailaba en la chimenea.
—Es verdad, huelen muy bien.
—Sí, huelen requetebién… —Valentina
abrió la puerta con la mano que tenía libre y caminó hacia atrás, dentro de
casa.
—Huélalas, huélalas…
Valentina hizo ruido al aspirar el
aroma de las flores para asegurarse de que la escuchaba, sacó una moneda de
cobre del bolsillo del mandil y se la entregó.
Cerró la puerta. No se despidió.
Al otro lado, el mensajero volvió a
ponerse la gorra. Abrió la boca, una cárcel de baba, sacó la lengua y dejó la
moneda sobre ella, sobre las papilas blancas, salpicadas de verdín. Caminó por
la hierba, entre las florecillas, sin pisar ni una sola, y se marchó.
Valentina echó el cerrojo, respiró
hondo y relajó los hombros.
¿Dónde pondría aquel gigantesco ramo
de violetas? Podría haber utilizado el jarrón de cristal, pero estaba hecho
añicos. ¿Y qué haría con los narcisos? Podría ponerlos en otro jarrón, uno
menos bonito, pero…
Pero el jarrón de cristal estaba
sobre la mesa, como nuevo, con agua fresca en su interior.
El fuego bailaba en la chimenea, la
brisa entraba por la ventana y los narcisos descansaban sobre la mesa de roble,
justo donde ella los había dejado, cerca de la cesta de moras.
Oh, Valentina, ¿qué está pasando?
Observó el jarrón de cristal, que no
tenía ni un rasguño. Lo tocó con la punta del dedo de señalar para asegurarse
de que no estaba alucinando. Lo golpeó con la uña, tin, tin, tin, tin, hizo
contra el cristal.
Todavía tenía la herida en el dedo y
el ramo de violetas en la otra mano. Se metió una mora en la boca, una bien
hermosa, y el sabor que explotó entre sus dientes le aseguró que estaba
despierta.
Decidió meter los narcisos en el
jarrón de cristal y poner las violetas a secar.
Introdujo uno, luego otro, y otro y
otro, todos en el agua. Luego dejó el ramo sobre la mesa y la rodeó para buscar
un ovillo de cordel rascándose los brazos, que comenzaron a picarle en los
lugares que se había raspado recogiendo moras.
El picor ardía. Dolía. Se movía.
Finos tallos verdes brotaron de
dentro de sus heridas, retorciéndose a medida que encontraban la luz. Valentina
intentó quitárselos golpeándose los brazos y las manos, arrancárselos como
hacía con las espinas de los cactus, pero tirar de ellos significaba tirar de
sus propias carnes. Los sintió vivos, recorriéndole por dentro, lenguas
de fuego enrollándose en sus tripas para después partir hacia sus piernas. Cayó
sobre sus rodillas, que se hicieron añicos en cuanto las raíces de la bestia
verde estrujaron sus huesos y rasgaron su piel para alcanzar la luz que su
cuerpo no podía proveer.
No le dio tiempo a gritar, la planta
alcanzó su garganta con la misma rapidez que las rodillas, abriéndose camino y
saliendo al exterior por su boca, por entre los restos de la mora que todavía
se resguardaban en las papilas de su lengua sonrosada, provocándole arcadas
sangrientas en las que la sangre no era sangre, sino agua exquisita de
manantial. Su cabeza quedó mirando hacia arriba, incapaz de forzarla hacia otra
dirección por el grueso tronco de la planta.
Fue entonces cuando vio su propia
sangre en el jarrón de cristal, bañando los narcisos, lo último que vio antes
de que los tallos verdes atravesaran sus córneas, entorpeciendo sus inútiles
parpadeos, mientras aquella criatura enraizaba en su pobre y solitario corazón
para absorberlo, comérselo vivo.
Oh, Valentina.
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