Ofelia

            00:34 a.m.

Ofelia no podía dormir. Abrazaba su osito blanco de peluche, escondía la cara en su barriguita peluda, se daba la vuelta, se destapaba, volvía a taparse… No había manera. Al día siguiente tendría mucho sueño y no querría levantarse para ir al colegio, aunque eso no era lo peor de no poder dormir.

La casa estaba oscura y en silencio. Ningún perro vecino ladraba, ningún lobo del bosque aullaba a la luna. Tampoco cantaban los grillos.

Buscó a tientas en su mesilla una botellita de cristal y bebió de ella un par de sorbos de agua. La dejó en su sitio, abrazó de nuevo su osito y se tapó con las mantas hasta las orejas.

No era la primera vez que Ofelia no podía dormir. Odiaba no poder conciliar el sueño porque a esas horas aparecían los monstruos. Sabía que no eran de verdad, que era su imaginación. Solo tenía que apartar esas criaturas de su mente, cerrar los ojos y abrazar a su osito lo más fuerte que pudiera para conseguir dormirse. Era mucho más fácil decirlo que hacerlo, desde luego.

Durante el día no las temía en absoluto. De hecho, se dedicaba a dibujar a las criaturas que se le aparecían por la noche con todo lujo de detalle para mostrárselos a sus padres: un enorme ser alado, una mujer araña en el hueco de un árbol podrido, un hombre que venía de las estrellas con los ojos completamente negros, niños con enormes colmillos que se alimentaban de sangre, científicos con mejoras robóticas en sus cuerpos que ansiaban encontrar donantes para tapar sus partes metálicas con piel humana… Intentaba recordar muy bien sus rasgos para plasmarlos en los dibujos. Utilizaba el carboncillo, era algo difícil, pero con la práctica ya se había convertido en una experta en dejarse las manos negras al pintar con los lápices.

Tenía, por lo menos, veinte dibujos ordenados en una carpeta de cuero rojo que le había regalado su madre. El último que había pintado era de una sirena que vivía en una isla y siempre estaba sentada en una roca. Se sentía especialmente orgullosa porque se había atrevido a colorearlo, aunque se dejó las manos tan sucias al terminar que tuvo que lavárselas tres veces con jabón. La sirena era muy hermosa, tenía el pelo naranja como ella y su cola de pez mostraba muchos colores distintos cuando brillaba al sol. La isla estaba cubierta por un manto verde y árboles frutales. Y la playa… La arena era fina y blanca, y el agua era tan limpia y clara que podían verse los peces nadando.

Ofelia deseaba ir a ese lugar y verlo con sus propios ojos, pero era imposible. Primero, no tenían suficiente dinero para poder ir en uno de esos enormes barcos de vapor que había visto en el puerto una vez. Segundo, y muy importante, no era real.

Sabía que no era real y aun así sentía lástima por la sirena, tan hermosa y atrapada en esa isla. Estaba condenada a quedarse allí. Si intentaba alejarse de los límites de la playa un monstruo enorme y deforme la atrapaba entre sus garras y volvía a llevarla a su sitio en la roca. Era tan horrible que Ofelia no se atrevía a dibujarlo, así que solo hizo una mancha en la esquina superior de la hoja, como si estuviera muy lejos.

Ese era el monstruo que más temía. Sabía que solo existía en su imaginación, pero le daba tanto miedo que había noches que no podía dormir. Noches como aquella.

El despertador marcaba la 01:15 a.m. Era muy tarde, se dio la vuelta en la cama y volvió a cerrar los ojos.

Por fin había conseguido relajarse y estaba a punto de dejarse caer en un sueño profundo, cuando un ruido debajo de la cama la sobresaltó. Algo estaba retirando las cajas de zapatos que tenía guardadas ahí abajo, abriéndose paso para salir de aquel barrio de pelusas.

Ofelia abrazó fuerte al osito y se tapó hasta la cabeza. Lentamente, asustada pero muerta de curiosidad, deslizó las mantas hasta los ojos para poder ver qué estaba pasando.

Una sombra salió de debajo de su cama y se arrastró con dificultad hacia el tocador, a su derecha. La poca luz que entraba de los faroles de la calle no le permitían distinguir qué era aquel ser y observó, ahora con asombro, cómo la silueta cobraba la forma de una persona.  

Sus padres le habían dicho que no había que tener miedo de las criaturas que se le aparecían por la noche porque no existían de verdad, así que tenía que ser valiente y ordenarle que se fuera y la dejara en paz.

Buscó de nuevo la botellita y, con mucho cuidado de no hacer ruido, la abrió.

Rápidamente, encendió la luz de su lamparita y comenzó a echarle agua.

—¡No te tengo miedo! ¡Vete de mi habitación! ¡Fuera de aquí!

La criatura resultó ser el chico más guapo que jamás hubiera visto. El pelo rizado le bailaba mientras intentaba esquivar el agua, tenía la nariz achatada y unos gruesos labios por los que asomaban los dientes más perfectos. Uno de ellos estaba roto y eso le daba un toque aún más atractivo para Ofelia. Vestía una camisa marrón de cuadros y un chaleco con muchos bolsillos, a juego con los pantalones. Llevaba unas gafas con los cristales redondos y la montura dorada pegada a los ojos.

—¡Por favor! ¡Estoy perdido! ¡Me he perdido! ¡Ayúdeme, por favor!

Ofelia, al verle tan guapo e inofensivo, paró de echarle agua y se envolvió con las mantas. Solo podía vérsele la cara, redonda como una hogaza de pan.

—¿Te has perdido? —susurró.

—Sí —el chico también bajó la voz—, soy un viajero y me he perdido. ¿Sería tan amable de decirme dónde me encuentro?

Ofelia dudó antes de contestar.

—Estás en mi habitación.

—Oh, lo siento mucho, he debido de asustarla. Perdóneme. Me habré equivocado al poner las coordenadas, la latitud o la longitud, aunque estaba seguro de que eran 43 grados, no entiendo… —sacó un reloj de uno de los bolsillos del chaleco y pulsó nervioso los botones que había alrededor de la esfera.

Ofelia observó curiosa el reloj. No entendía nada de lo que decía aquel chico, pero era muy guapo. De los rizos le caían pequeñas gotas de agua que se perdían en sus hombros.

—¿Quieres? —le ofreció lo poco que quedaba en la botella y él la aceptó con mucho gusto.

—Ha sido un largo viaje, no me puedo creer que no haya servido para nada… —le devolvió la botella y no pudo evitar fijarse en el dibujo de una bella sirena que había en la mesilla—. Qué dibujo tan bonito, ¿lo ha hecho usted?

La niña asintió y el chico cogió el dibujo para verlo de cerca.

—Ofelia… —leyó el chico arriba a la izquierda—. ¿Es ese su nombre?

Ella asintió de nuevo.

—Qué nombre tan bonito y qué linda caligrafía… —el chico recorrió las letras con el dedo mientras que, con su pulgar, tapaba al monstruo pintado en la esquina contraria, la diminuta mancha negra—. Yo soy Mario —le tendió la mano, Ofelia se la estrechó rápidamente y volvió a esconderse bajo las mantas—. ¿Sabes? Es una gran casualidad que hayas dibujado a esta sirena.

—¿Por qué?

—Porque justo iba a visitarla. Ese era mi destino, ahí es donde me dirigía.

—¿De verdad? —Ofelia se destapó para acercarse a él—. ¿Y cómo ibas a ir? Es solo un dibujo.

—Con esto, mi querida amiga —le mostró el reloj plateado que colgaba de una gorda cadena dorada.

Mario le explicó para qué servía cada botón, cómo se movía cada aguja y, a petición de Ofelia, también le contó las aventuras que había tenido en los lugares que había visitado recientemente: la jungla, el Caribe y la mismísima Atlántida. Describió cada situación con todo lujo de detalles y Ofelia le escuchó cautivada por las historias y su hipnótica voz. Además, Mario se cuidó de no elevar el tono para no molestar a nadie a esas horas de la noche.

—De hecho —terminó su relato—, me llevé una de las piedras del río.

—¡Pero te dijeron que no podías! —Ofelia estaba entusiasmada y hablar susurrando le era muy difícil.

—Ssh, ssh… Lo sé, pero era tan bonita… —sacó una piedra blanca de un bolsillo del chaleco situado cerca de los botones que la abrochaban y se la entregó a Ofelia, que la cogió como si fuera un tesoro—. Quédatela.

—¿De verdad? ¡Gracias! —abrazó a su nuevo amigo.

—Bueno, querida, es hora de irme —el despertador marcaba las 02:47 a.m.

—¿Vas a ir a verla? —Ofelia agarró su dibujo y lo colocó en la mesilla junto a la piedra.

—Por supuesto, ese era mi objetivo desde el principio… Aunque me alegro de haberme equivocado, así hemos podido conocernos —dio unos últimos retoques a su reloj plateado—. Ha sido un placer, Ofelia. Espero que algún día nos volvamos a ver.

Le tendió la mano, pero Ofelia, en vez de estrechársela inmediatamente, se quedó pensativa. Miró su dibujo, luego a su osito y por último a Mario, que ya tenía las piernas metidas bajo la cama con su mano aún extendida, esperando.

—¿Puedo ir contigo? Solo para verla. ¿Podemos volver luego a casa antes de que se despierten mis padres? ¿Tienes las coordenadas de mi habitación?

—Las tengo, claro que las tengo, mi querida Ofelia.

El chico sonrió. Ofelia, muy contenta, le estrechó la mano.

Un segundo después ya sentía la brisa marina en la cara y la fina arena en sus pies.

Ofelia corrió hacia la playa y reconoció la roca que sobresalía del mar, igual que en su dibujo. Se giró y vio a Mario a lo lejos, detrás de ella, animándola para que se metiera en el agua y fuera nadando a conocer a la sirena.

El agua casi no le cubría, así que fue caminando hacia la roca, empapándose el camisón que se pegaba a sus piernas.

Era fantástico, un sueño. El agua era tan clara que podía ver a los peces nadando a su alrededor. Los más pequeños iban juntos y cuando se acercaba se dispersaban para juntarse otra vez un poco más allá. La roca parecía muy grande, pero hasta el momento no había visto a la sirena por allí. Estaría sentada al otro lado.

Ya le quedaba poco para llegar a la roca, cuando sintió un pinchazo en la planta del pie derecho. Después de dos pasos, sintió lo mismo en su otro pie. El dolor le subió como un rayo desde las plantas hasta las rodillas prendiendo fuego a sus huesos, ahora unos palos inservibles dentro de sus piernas que apenas podían ayudarla a mantenerse en pie.

Consiguió llegar a la roca, dios sabe cómo, y se aferró a ella gimiendo de dolor, llorando lágrimas de sal. Subió a pulso a su superficie, caliente por el sol que resplandecía en el desierto cielo azul.  

Se sentó como pudo, con el alma desencajada y las piernas dormidas, con el pelo naranja mojado pegado a su joven rostro.

—¡Mario, ayúdame! —gritó desde el mar—. ¡Por favor, ayúdame!

Pero Mario dejó de ser Mario. Su espalda se encorvó de repente, haciéndose cada vez más y más grande, rasgando su ropa, hasta que una terrible joroba coronó su ser. Alcanzó el tamaño de los árboles frutales que poblaban la isla y su cuerpo malformado se cubrió de pelo negro azabache. Al mismo tiempo, su rostro comenzó a desfigurarse: de su boca ahora asomaban unos enormes colmillos de los que colgaban hilos de baba amarilla. Sus ojos inyectados en sangre no apartaron la vista de la playa.

Comenzó a golpear el suelo como un gorila con sus garras cuando los muslos de Ofelia se fundieron entre sí, cosiendo su fina piel con un hilo invisible para convertir sus piernas en una cola de pez con pies en el lugar de la aleta.

Ofelia gritó de dolor. Gritó desesperada. Gritó.

Perdió el equilibrio y cayó al mar. Luchó por mantenerse en la superficie chapoteando, agitando su nueva extremidad. La bestia, al ver a su sirena por fin en la playa, rugió como los trenes dentro de los túneles, creando grandes ondas en el agua.

 

01:16 a.m

        En la habitación, en la mesilla, al lado del dibujo de una sirena, había una piedra blanca.

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