El pantano de Lemna

Escogí al más grande y fuerte, al más bueno, al que nunca decía no a nada. Salí de casa y corrió hacia la vieja cerca que nos separaba. No hizo falta que alzara la voz, ni siquiera que pronunciara su nombre. Vino porque pensé en él.

Saqué el lazo del palo, empujé la puerta de la cerca y así la dejé porque no íbamos a volver. Él no lo sabía. Los demás tampoco, pero pronto se darían cuenta, verían la puerta abierta y buscarían refugio, trabajo y una vida nueva bajo el ala de otro Trashumante. Eran listos, honestos y aplicados, las mejores creses del Noreste de la Falda. Qué decir de mis propios hijos. Nunca usé el látigo con ellos, jamás me hizo falta. De hecho, ninguno fue comprado. Vinieron a mí atraídos por el poder de mis sortilegios, un poder heredado, una hermosa manzana que cayó en mis manos.

Se agachó para que pudiera acariciarlo. Era alto, el más alto de todos. Su cabeza era dura, como el tronco de un árbol, y su hocico ancho. Tenía un perfil fiero, un porte bovino fuerte y musculado, negro mohíno, propio de los vástagos de la tierra. Acaricié el pelo suave de su cara de bestia y sus ojos negros se revelaron humanos ante mi tacto, los del hombre que fue y me entregó a cambio de un simple trozo de manzana. Sus magníficas astas blancas coronaban su gran cabeza, ligeramente curvas, reverenciando al cielo, afiladas y listas para embestir a quien hiciera falta para protegerme. A lo que hiciera falta. A lo que le pidiera.

Mis cuernos, largos como un día en pendiente, se inclinaban hacia atrás: dos gruesos ocres retorcidos cerca de mis orejas caídas. Una joven araña calpeiana había declarado su hogar en ellos, cargándolos de miríadas de hilos de plata. Me hacía cosquillas cuando paseaba por mi larga cabeza caprina en busca de refugio entre mi pelaje, castaño con manchas blancas, y su majestuosa apariencia me impedía deshacerme de ella, mi intrusa compañera.

A mis hijos no les gustaba la red plata que adornaba mi cornamenta. Tras la llegada de mi compañera, no viajábamos tanto como antes, pero no era su culpa. Tampoco dediqué esfuerzo alguno en acallar los murmullos, los comentarios sobre la araña servían de distracción para no ahondar en la llegada inminente de mi destino.

Él respiró hondo cuando aparté mi mano de su hocico negro.

—Tenemos que irnos, Tragus, el Llamador de Nubes nos necesita —le dije.

El Llamador de Nubes me había estado visitando en sueños durante un tiempo, pero, como no era capaz de transmitir su mensaje, decidí reclamar su presencia yo mismo. Después de mezclar tres frascos de aguas agrias con tres gotas de añil, introduje mi mano izquierda en el líquido y lo removí mientras escupía en el sortilegio. Saqué la mano cuando comencé a ver destellos fugaces y a sentir el calor subiéndome hasta el codo, y salpiqué la albarrada con una ráfaga de perlas azules que estallaron impregnando mi humilde hogar de un intenso olor a almizcle.

Restregué la palma sobre la salpicadura y el rostro del Llamador de Nubes apareció ante mí, barbudo, enjuto y cansado. La falta de precipitaciones en la Cima le estaba drenando la vida y el poder. Esperó a que la Sangre del Crepúsculo estuviera a su lado para responderme, escuálida y barbuda como él.

Con las manos entrelazadas, las almas unidas como los pájaros y el aire, o el mar y la luna, y la vergüenza royéndoles las entrañas, me encomendaron la misión que había estado esperando desde que la manzana cayó en mi poder, hace ya quinientos dieciséis galdones. Es cierto que me habría gustado no saber, no ser consciente, pero es propio de los Trashumantes conocer nuestro destino nada más nacer. Un manzano no da limones, la piedra hiere y un Trashumante ha de entregarse, es lo propio.

Me sorprendió que mi protegido bufara del esfuerzo al coger la enorme caja de madera que habían dejado los mensajeros de las Nubes la noche anterior delante de mi puerta. La cargó con dificultad en el carro y se limpió las manos en los muslos. Le pedí que cogiera el saco que esperaba sobre mi cama, uno que me habían traído los mensajeros también.

Al darse cuenta del contenido, se me quedó mirando.

Dudó de mi propósito un instante, uno en el que yo dejé de considerarlo hijo mío por hacerlo. Luego volvió en sí y llevó el saco con sumo cuidado al carro. Lo dejó junto a la caja con mimo y cariño, un comportamiento extraño si preguntaran a su mujer o a sus hijos, que la Tierra les sea leve. Por último, quiso reunir provisiones para el trayecto, por lo que me preguntó cuántos días estaríamos viajando. Le ordené que olvidara las provisiones. Y volvió a dudar.

Me ayudó a subir al asiento para que pudiera tomar las riendas y él mismo se colocó el arnés, ciñéndose las cintas de cuero alrededor del torso desnudo, cuyo pelaje negro brillaba con el sol de la mañana. Solté las riendas y acomodé mi toga sobre los hombros, menudos y desgarbados por el tiempo que había masticado mis huesos.

Tragus comenzó a andar.

El sol me golpeó en la cara y tuve que cerrar los ojos. Sentí a mi compañera acomodándose detrás de mi cabeza cuando apreté el bolsón contra mi estómago. Dentro guardaba una decena de sortilegios preparados y el constante tintineo de los frascos chocando entre ellos amenizó dos interminables y abrasadoras jornadas de camino. Hacía galdones que no llovía en isla Montaña.

Paramos en la Alameda de Menta. Él se quitó el arnés y se tiró al suelo desfallecido, colmando sus pulmones de bocanadas de aire fresco.

Le pedí que se acercara sin pronunciar una palabra. Se levantó a regañadientes y vino arrastrando los pies por la hierba alta, propia de la Alameda, ahora amarillenta y mustia. Asustó a los bichillos, salieron volando hacia las copas secas de los árboles. Nos encontrábamos al Este de la Falda, a unas novecientas minas de casa, y el cauce del río Negro, del que obtenía las aguas agrias para mis sortilegios, nos esperaba diez minas más al este, al final de la Alameda.

El calor y las moscas habían abusado de nosotros durante todo el camino, por lo que aquel lugar era idóneo para un buen descanso: la hierba alta, el abrazo de los álamos y la carga mentolada que espesaba el aire nos acogerían. Tragus debía dormir.

Pasé el asa del bolsón sobre mi cabeza, sorteando mis cuernos, y lo dejé a mi lado. Una sartera cantó a lo lejos, un insecto alado que declaraba su amor al calor de la tarde silbando arpegios. Después me di la vuelta en el asiento y chupé uno a uno los dedos de mis manos antes de apoyarlos sobre la tapa de la caja de madera. La abrí bajo la atenta mirada de mi hijo.

No había nada en su interior.

—¡Nos han engañado! ¡No hay nada! ¿Adónde vamos con una caja vacía y un saco…?

Mi risa cortó su enfado. Le dije que esperara, que tuviera paciencia. Que aquella no era una caja cualquiera, era una bendecida por la Sangre del Crepúsculo. Ante su incredulidad, lamí los dedos de mi otra mano y la introduje en el vacío. Al sacarla, apareció en ella una botella de aguas ahogadas resplandeciente, de un verde precioso, propio de las reservas custodiadas en la Cima. Se la entregué a Tragus para que calmara su sed. Prefirió apartarse, sentarse bajo un álamo y beberla a solas, a sorbos.

Conseguí alimento para cenar del mismo modo: dos bandejas con bollas rellenas de crema de cogomelo acompañadas de un delicioso arroz granado y galletas de fruta. Tragus se quedó mirando su bandeja. Yo ya había devorado más de la mitad de la bolla y apenas me quedaba arroz cuando le pregunté si se encontraba bien, pues esa actitud no era propia de él. Me preguntó sobre la existencia de más cajas. Le dije que solo sabría la respuesta quien las construía, allá en la Cima. Asintió, comió y se echó a dormir.

No hizo falta encender una hoguera porque hacía galdones que el frío no pisaba isla Montaña. De todas formas, haberlo hecho habría supuesto un enorme peligro por lo seca que se encontraba la Alameda. A él le pareció bien dormir sobre la hierba y yo no bajé del carro en ningún momento. Odiaba el tacto de la hierba, así que, sentado como lo estuve todo el camino, cerré los ojos y me dormí acariciado por el arrullo del río Negro que corría a lo lejos, arropado por el firmamento.

Mi compañera correteó por mi cabeza, rodeó mi largo cuello velludo y removió mi toga para despertarme. Lo que vi me dejó sin respiración: un espectro de los helechos, un ser maldito que creía extinto, estaba hechizando a mi hijo hablándole al oído, cantándole mentiras para poder introducirse en su cuerpo y servirse de él. Los ojos azules de Tragus me revelaron que no quedaba mucho tiempo para que el hechizo alcanzara su fin, así que eché mano de mi bolsón, saqué dos sortilegios, uno de aguas agrias y otro de aguas pétreas, y me levanté de mi asiento para lanzarlos contra él. En cuanto el frasco de aguas agrias se rompió al alcanzarlo, el chillido agudo del espectro despertó a Tragus, deshaciendo el hechizo de golpe. Luego, sin perder un segundo, lancé el de aguas pétreas. Al estallar se introdujo grisáceo bajo las sombras que formaban su cuerpo para secarlo y petrificarlo con un gesto deformado de dolor.

—¿Estás bien, Tragus? —volví a sentarme y la araña recorrió mi cuerno izquierdo, contemplando la situación.

—¿Vas a matarme? —me preguntó. Agitó la cabeza para deshacerse de la niebla mental restante del hechizo.

—¿Lo has soñado?

—Me lo ha dicho —señaló a la estatua del espectro de los helechos; su silueta sinuosa refulgía bajo las estrellas.

—Esas cosas solo mienten, rebuscan en las ruinas del pensamiento para encontrar el acceso a un cuerpo de carne y hueso. Envidiaba tu privilegio como vástago de la tierra. Destrúyelo.

Se levantó y pulverizó la estatua embistiéndola con sus astas blancas. Los trozos cayeron hechos añicos a la hierba y el polvo de piedra bañó el ambiente, haciéndolo brillar como si acabara de volar una sartera entre nosotros.

—¿Confías en mí, Tragus?

Me recorrió con la mirada, observó hasta los dedos desnudos de mis pies, que asomaban por debajo de la toga. Luego volvió la vista al saco y del saco a mis cuernos, a mi compañera, que acababa de subirse a mi cabeza.

Se sacudió el polvo brillante del rostro golpeándose. Bufó y se colocó el arnés en cuanto pensé en marcharnos de allí. Debíamos seguir.

La araña se acomodó sobre su red plateada, su hogar en mis cuernos, y ahí se mantuvo hasta que alcanzamos el cauce del río Negro. Los sofocantes rayos del amanecer nos mostraron la razón tras la miserable apariencia del Llamador de Nubes y de la Sangre del Crepúsculo, la razón de mi misión: un insignificante hilo de agua tibia recorría el gran cauce que hacía galdones albergaba un torrente de agua.

El río Negro era famoso porque sustentaba a los Trashumantes de sus aguas agrias, ricas en propiedades para la formulación de sortilegios de cualquier clase. Nacía en la Cima y conectaba a todos los Trashumantes de isla Montaña, pero, debido a la falta de precipitaciones, el río Negro estaba convirtiéndose en un recuerdo.

El río Pardo, el río de Bolantes, el manantial de Rodares, todas las fuentes centrales eran sombras de lo que fueron hacía galdones, unos espectros condenados a la extinción. Por eso, la Cima había lanzado un desafío a los reinos que ocupaban las costas de isla Montaña, un reto que otorgaría al vencedor una alianza: acceso al centro de la isla, a la montaña que le daba nombre, un lugar privilegiado que alcanzaba las estrellas, a cambio de acceso a las sublimes aguas del Océano para conjurar su lluvia.

Seguimos otras dos jornadas siguiendo el cauce del río Negro hasta que llegamos a nuestro destino. A mi destino.

Tragus estaba maravillado, dudo que en su corta vida hubiera visto un lugar tan maravilloso como aquel. El pantano de Lemna era el sitio de recreo de las sarteras, colmaban el lugar de alegría con arpegios, revoloteando encima del grano verde que se agitaba sobre la superficie del agua obscura, especiando el aire de polvo brillante. Dentro del pantano, se erigía el castillo Negro, llamado así por el río. Tras la batalla de los Cardinales, galdones atrás, la parte baja del castillo quedó medio en ruinas y el agua se deslizaba entre las rocas maltrechas, pero todavía mantenía el esplendor de aquellos años. El castillo Negro era un hombre forjado en el combate, repleto de cicatrices y magníficas historias. Como todo hombre, estaba maldito, condenado a mantenerse en pie.

Tragus tiró del carro hasta la orilla, se quitó el arnés y yo saqué otra botella de aguas ahogadas de la caja. Esperé a que saciara su sed y acompañé a las sarteras tarareando sus arpegios. Después, me ayudó a bajar del carro.

En cuanto mis pies tocaron el agua de la orilla del pantano, las sarteras se callaron. Su brillo se esfumó del pantano y me dejaron cantando solo. Tragus echó un rápido vistazo a nuestro alrededor, alerta.

Mi intrusa compañera deslizó sus ocho patas por mi toga y corrió en cuanto alcanzó la tierra de vuelta a los caminos.

—Coge la caja, Tragus. Llévala allí —señalé con el dedo a la torre más alta del castillo Negro.

Tragus bufó al coger la caja, tomó impulso y se la echó al hombro para transportarla. Yo me arrodillé, empapando mi toga con las aguas estancadas. Me agaché y besé la superficie, creando una onda ínfima, diminuta. Bebí, absorbí el líquido y temblé en cuanto su calor abrasó mi alma de Trashumante.

Mi hijo, que esperaba detrás de mí, observó cómo las aguas comenzaron a abrirse, a partirse en dos para permitirle la entrada al castillo. Esperó pacientemente hasta que me levanté y le indiqué que emprendiera el camino temblando todavía, castañeteando los dientes.

No tuve miedo, pero la espera, la previa al destino, no se la desearía ni a mi peor enemigo.

Tardó en volver. Galdones, juraría. Cuando lo hizo, le pedí que llevara el saco.

La espuma escapaba de mi boca y goteaba por mi barbilla caprina. Cogió el saco del carro, se lo echó con cuidado sobre el hombro, y le ordené que esperara mientras rebuscaba en mi bolsón el sortilegio que había preparado para despertar a la hija del Llamador de Nubes y de la Sangre del Crepúsculo. Sonreí al dar con el frasco, uno de aguas bravas, obtenidas del manantial de Rodares, cocidas y mezcladas con yui, gobedre y tomillo.

—Haz que lo huela —le entregué el frasco y observó cómo me temblaban las manos—. Luego muéstrale la caja, muéstrale cómo funciona, es muy sencillo…

Mi hijo no me hacía caso. No paraba de mirarme. Estaba asustado. El agua maldita del pantano no me permitía controlarlo como antes.

—¡Hazlo! —le puse el sortilegio en la mano y me di la vuelta, huyendo de su mirada negra. Cerré los ojos y respiré hondo cuando escuché sus pisadas alejándose, clavándose en la tierra húmeda una vez más.

Lo hizo. Cuando llegó a la habitación que copaba la torre, dejó el saco sobre la antigua cama del delfín de isla Montaña, un antepasado de la Sangre del Crepúsculo. Deshizo el nudo y deslizó la tela por su cuerpo, dejando a la cría al descubierto. Dormía profundamente, ni siquiera el grito de un espectro había sido capaz de despertarla.

Abrió el frasco y lo colocó bajo su nariz.

Sus ojos se abrieron de golpe. Al ver a la bestia bovina, se tensó del miedo. Tragus dio un paso atrás y le mostró las palmas negras de las manos en señal de buena fe. Después, hizo un gesto a la cría para que prestara atención. Ella se sentó en la cama e hizo ademán de acercarse, pero Tragus se lo impidió asustándola con un bufido. La pequeña tenía los calcetines sucios, hechos a mano por la Sangre del Crepúsculo con lana merina, y el vestido era nuevo, verde como las aguas ahogadas.

Tragus se chupó todos los dedos, uno a uno, abrió la caja y metió la mano en el vacío. Sacó una hermosa manzana amarilla, se la entregó y se fue, no sin antes cerrar la puerta de la habitación, encajándola en la piedra de tal manera que a la cría, de solo doce galdones de existencia, le fue imposible abrirla.

Sus gritos de auxilio desde la angosta ventana de la torre me hicieron vomitar. Me desplomé sobre la tierra y agarré un puñado, aplastándola con todas mis fuerzas.

Así tenía que ser. Ella tenía que gritar, tenía que llamarlo. Despertarlo. Tenía que hacer que llegara mi destino. Nuestro destino.

Tragus salió corriendo del castillo, angustiado por los lamentos de la hija de la Cima. Cuando me vio en el suelo, aumentó su velocidad, alarmado por mi pésimo estado.

Alcé la mano y le ordené que parara sin abrir la boca. Lo hizo, paró en seco, y las aguas del pantano volvieron a unirse: dos olas negras chocaron de golpe, imparables, indomables. Lo empujaron y agitaron como a una simple brizna de hierba, y la criatura del pantano emergió de sus profundidades al percatarse por fin de nuestra presencia en su hogar estancado.

Su cuerpo alargado, propio de las serpientes, rompió las aguas para elevarse hacia el cielo, y sus alas, propias de los pájaros, se abrieron bajo el sol, recortando su silueta bajo el color dulce del ocaso, con el agua chorreando y el fango de su escondite resbalando por su cuerpo escamoso, propio de los peces. Abrió su boca, repleta de dientes tan grandes como yo mismo, y bramó a los cielos, igual que los lobos llaman a la luna.

Tragus me llamó a mí, recuerdo que pronunció mi nombre. Intentó nadar hacia la orilla, pero el gran Lemna dirigió su boca abierta hacia mi hijo y lanzó un torrente de agua maldita, proveniente de su garganta.

Los gritos de auxilio de la cría habían despertado los instintos ancestrales más puros de Lemna. Mientras estuviera en su castillo, la protegería de todo. De todos.

Yo no podía esperar más mi renacer. ¿Quién lograría devolverla a su familia? ¿Quién se aliaría con la Cima?

¿Quién sería yo?

El gran Lemna me miró. Y reí cuando le vi abrir la boca de nuevo.  

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