El árbol de luz
Lulú llegaba tarde a una reunión y tenía muchísima
prisa. Después de cruzar el porche, rodeó la gigantesca mansión, una blanca
como la tiza, y recorrió el empedrado del jardín trasero corriendo tan rápido
como le permitieron sus patitas peludas.
Era la ardilla más veloz del barrio y
le encantaba corretear por el parque cercano para observar a los humanos desde
las ramas de los árboles. Saltaba de unas a otras para no perderse detalle:
miraba a las crías construyendo castillos de arena, y luego se fijaba en los
adultos, que cotorreaban sentados en los bancos de madera. Los humanos hablaban
mucho, por lo que tarde o temprano acababan descuidando los juguetes de sus crías
o dejando sin supervisión las mochilas donde guardaban la merienda, así que Lulú,
aprovechando esos instantes, se acercaba a ellos con cautela para llevarse rápidamente
aquello que más le había llamado la atención. Era una ladrona profesional, la
mejor de todas las ardillas de la ciudad, y era famosa entre los animalillos porque,
después de obtener su trofeo —desde un lujoso pendiente, hasta un bonito botón—,
lo guardaba en una pequeña bandolera vaquera que había arrebatado a una muñeca un
par de años atrás.
Hacía muchísimo frío, así que el vaho
de su agitada respiración creaba nubecillas blancas que dejaba pronto atrás. Exhausta,
tropezó antes de salirse del camino, pero logró incorporarse antes de que nadie
pudiera encontrarla allí tendida e indefensa. Corrió hacia el anciano nogal que
gobernaba el jardín trasero de la mansión desde una esquina, cerca de la valla
de madera blanca. Lulú había vivido en aquel nogal desde que le alcanzaba la
memoria, pero el pensamiento de abandonar su adorado hogar comenzó a rondarle
la cabecita cuando los humanos decidieron plantar un árbol de luz enfrente, justo
al otro lado de la valla.
Antes de subir al nogal, paró en seco
y, tras dudar un momento, caminó hacia la valla. Llegaba tarde a la reunión,
apenas le quedaban fuerzas, pero sentía que debía intentarlo de nuevo. Se colocó
la bufanda roja, una que se había hecho con un paño para limpiar las gafas, y
saltó con destreza la valla.
Ahí estaba el árbol de luz, más alto
que el nogal. Sabía que no tardaría mucho en encenderse por el naranja que
anunciaba el atardecer. Lulú se pasó la correa por encima de las orejitas y
dejó la bandolera con cuidado en el suelo; no quería romper su contenido. Se
acercó a «la farola», según había escuchado a los humanos llamarlo, respiró
hondo, recobrando las fuerzas gastadas en la carrera desde el parque, tomó
impulso y dio un gran brinco hacia el tronco metálico del árbol de luz. Se
agarró con todas sus fuerzas y, cuando vio que no se resbalaba, se le escapó
una carcajada victoriosa. Intentó trepar empujándose con las patas traseras hacia
arriba, ansiosa por alcanzar la cima, pero la victoria se deshizo en sus manitas
en cuanto su cuerpo comenzó a deslizarse lentamente hacia abajo. Para cuando
llegó al suelo, Pepe el lagartija estaba esperándola con la boca abierta, impresionado.
Llevaba una fina chaquetilla hecha a partir del dedo de un guante amarillo.
—¡Te he visto saltar al árbol de luz
desde casa y no quería perdérmelo! ¡Casi llegas a la cima, ha sido muy
emocionante!
—No es verdad, he hecho el ridículo
otra vez… —dijo Lulú con el orgullo herido, colocándose la bandolera de nuevo
sobre el hombro.
—No te rindas, Lulú, ¡llegarás a la
cima un día de estos, estoy seguro!
Pepe se coló entre las maderas de la
valla blanca y Lulú, contagiada del optimismo de su amigo, se prometió que lo
intentaría otra vez la mañana siguiente. Saltó con determinación la valla y
siguió a Pepe hasta el majestuoso nogal.
—¡Ya era hora! —pio Momo el jilguero
al verlos entrar. Había preparado la cena: un banquete de semillas y trozos de
fruta fresca servidos en cáscaras de nuez y sombreritos de bellota, además de
un poco de agua en una bonita jarra de hoja verde. Lulú agradeció el gesto a su
amigo y, nada más colgar la bandolera en el perchero de bolígrafos, en cuanto
cayó la noche, la luz que coronaba el árbol de metal se encendió, iluminando la
casita del nogal. Pepe el lagartija, que acababa de tomar asiento sobre un
tapón de refresco, se cayó de espaldas cegado por la luz. Parecía que acababa
de salir el sol y Lulú se cubrió los ojos con su manita, con la otra siguió
comiendo.
—¿Qué podemos hacer, Lulú? ¡Con esa
luz encendida toda la noche no podemos dormir! —Momo estaba consternado—. He
intentado romperla con el pico, pero no hay manera. Tiene la corteza muy dura.
—¡Y yo he intentado darle con esto!
—Pepe se sacó una piedra del bolsillo de la chaquetilla y la dejó de golpe
sobre la mesita de juguete, asustando a sus amigos.
Lulú tragó las semillas que había
acumulado en sus carrillos y dijo:
—Yo también lo he intentado muchas
veces, pero no la puedo alcanzar porque me resbalo…
—¿Qué clase de ardilla no puede
trepar un árbol? —preguntó Momo el jilguero—. Pensaba que eras la mejor ardilla
de la ciudad.
—¡Las farolas no se parecen al resto
de los árboles, son muy difíciles de trepar! —cruzó los brazos, terriblemente
ofendida.
—Pues a ver qué hacemos, porque yo no
quiero irme del nogal. Me gusta vivir aquí con vosotros —Pepe el lagartija
volvió a tomar asiento sobre el tapón.
Lulú clavó la mirada en la cáscara de
nuez, ahora vacía. Hacía dos semanas que no pegaba ojo y el cansancio había
mermado sus capacidades. ¿Y si sus fuerzas flaqueaban en el parque, igual que
antes en el jardín, y se caía entre los castillos de arena? Seguro que las crías
humanas jugarían con ella como si fuera una muñeca. No quería ni pensarlo.
Necesitaba descansar, pero la farola había
convertido las noches en días y los estaba volviendo locos. Momo había empezado
a perder plumas por el estrés y Pepe dedicaba las horas a ver las moscas pasar;
apenas comía y estaba en los huesecillos.
—¡Ah! —gritó Pepe de repente.
—¿Qué pasa? —Lulú se levantó
rápidamente del corcho de botella en el que estaba sentada, Momo pio y se le
cayeron plumillas del susto.
Pepe cogió la piedra de la mesa y la
lanzó contra la trampilla que había en medio del salón, ¡se estaba abriendo
sola!
—¡Un ladrón! ¡Un mangante! ¿Quién
anda ahí? —dijo Pepe escondiéndose bajo la mesa.
—Pero Pepe… —rio Lulú al ver la
naricilla rosa de su amiga por la rendija de la puerta—. ¡Si es Topacio!
La topa Topacio vivía en los oscuros
túneles que construía bajo tierra. Eran largos y sinuosos, recorrían todo el
jardín, de modo que, para acceder a la casita del nogal, había creado uno que
lo atravesaba por debajo, permitiéndole entrar por la trampilla del salón. Sin
embargo, al dedicar su vida a los túneles, no subía a menudo a la superficie,
por lo que sus amigos se asustaban cuando llegaba sin previo aviso.
Lulú ayudó a Topacio a subir las
escaleritas y sus garras de topo fueron dejando huellas de barro por el salón.
Momo cogió la escoba —un grueso pincel de cerdas duras—, y comenzó a barrer.
—¡Buenas noches a todos! —saludó la
topa Topacio rascándose alegremente la barriga.
—De haber sabido que eras tú no
te habría lanzado la piedra. Lo siento mucho —se disculpó Pepe saliendo de su
escondite.
—No te preocupes, debería haber
avisado antes de mi visita.
Lulú sacó de su bandolera unas
diminutas gafas de plástico que había conseguido aquella misma tarde.
—Aquí tienes lo que me pediste,
Topacio. Me ha costado encontrarlas, pero creo que te servirán.
—Son perfectas —dijo poniéndoselas
enseguida.
—¿Para qué las necesitas? —preguntó
Momo.
—Verás, el otro día encontré unas riquísimas
lombrices, pero saltaron chispas en cuanto las mordí. Por eso necesito las
gafas, para distinguir mejor las lombrices de las raíces de luz, no quiero
confundirme otra vez.
—¡Las raíces de luz! —gritó Momo—.
¡Has encontrado las raíces del árbol de luz!
—¡Cortaremos las raíces! —Pepe
desenvainó una espada imaginaria y la alzó al aire—. ¡Así acabaremos con el
problema!
—¿De qué estáis hablando?
—Topacio, ¿podrías cortar las raíces?
—le imploró Momo arrodillándose en el suelo—. ¡Estamos desesperados, no podemos
dormir!
—Bueno… puedo intentarlo. Dadme un
momento.
Los amigos contemplaron cómo Topacio desaparecía
por la trampilla y esperaron. Pronto la luz se apagó de golpe, ¡y no solo la
suya, todas las farolas del barrio también!
Los animalillos bailaron y cantaron
de alegría, celebrando el regreso de la noche, pero para cuando Topacio volvió,
los tres ya habían caído rendidos y dormían juntos en el salón. Topacio se echó
con ellos, alumbrando el lugar con las tímidas chispitas que salían de sus
bigotes.
Aquella noche, Lulú soñó con que
alcanzaba la cima del árbol. Sin duda, por la mañana lo intentaría de
nuevo.
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